Como habitantes del territorio americano, hace
5 siglos estamos en deuda con nuestra propia sangre, nuestro propio origen, con
nuestros antepasados y la forma de pensar nativa de estas tierras. En el
quehacer diario criticamos y nos avergonzamos de ser americanos, buscando
nuestro propio ideal en Europa y los Estados Unidos. Adoctrinamos generaciones
tras generaciones con una falsa escala cartográfica que magnifica a los países
del “norte” occidental, fomenta un sentimiento de inferioridad del hemisferio
sur, y el efecto contrario en el norte, según los mapas que cualquiera puede
conseguir en una librería, que utilizan la Proyección de Mercator. En el centro
simbólico de la representación del mundo, se encuentra a Europa, que se ve
amplificado en una escala inexacta con respecto a la real (y absurda), y que
crea falsas subjetividades que son trasladadas al pensamiento. Que Groenlandia
tenga una superficie más grande que la de África es una falacia (el continente
es casi 14 veces más grande que la isla), al igual que Alaska tiene un tamaño
considerable frente a Brasil, cuando no es así en escala real.
En varios ejemplos cotidianos vemos reflejado
el sentimiento de inferioridad y miedo (del que nos habla Kusch), cuando enaltecemos
las grandísimas conquistas del capitalismo, neoliberalismo occidental y los
avances europeos. Vemos a lo nuestro como de menor calidad, de menor fuste,
como una copia barata de la originalidad europea, dentro de las grandes
ciudades americanas que habitamos.
Son invisibles para el ciudadano promedio de
Nuestra América aquellos que se consideran inferiores o inexistentes desde los
medios de comunicación y la cultura occidental, como pueden ser los gauchos,
pueblos originarios o incluso aquellos que piden monedas en las calles. Negamos
hasta la posibilidad de dedicar unos segundos de mirada y reflexión a aquellos
que vemos diferentes, o a los que simplemente no nos queremos parecer, de modo
naturalizado y acrítico, sin más argumentos que lo que veo y escucho, no lo que
pienso.
Los gobiernos del sur de América durante
muchos años acostumbraron a ser funcionales de las órdenes de “la mano
invisible del mercado”, y fueron repetidores y conejillos de indias de las
políticas implantadas desde el país del norte, desde el Despacho Oval de la
Casa Blanca. Durante las dictaduras del 70/80 que ocuparon el poder en Uruguay,
Argentina, Brasil y varios países más de nuestro continente, la presencia e
influencia del neoliberalismo ocupó un peso importante dentro del sillón
presidencial. No existía otro proyecto en Nuestra América más allá del querer
adoptar medidas estadounidenses o europeas, sin adaptarlas a nuestra sociedad,
nuestra idiosincrasia. Copiar y pegar. Esta metodología se intensificó
(particularmente en Argentina, con el Menemismo), en el que se le hizo un culto
al dólar y a los mandatos de la cultura estadounidense y europea.
Entrado el siglo XXI, los aires de cambios que
soplaban generaciones anteriores lograron ocupar el poder democrático en países
como Bolivia, Uruguay, Brasil, Argentina y Chile. Dirigentes que habían sido
activistas, guerrilleros y/o comprometidos por los derechos humanos y políticas
contra-hegemónicas lograron llevar a la práctica (con ciertas limitaciones,
contradicciones y con el peso de la oposición) sus ideales de juventud, esa
rebeldía de plantear países “desde América hacia el mundo”, fortaleciendo el
Estado e implantando un discurso de liberación, cambios y búsqueda de soberanía
por sobre aquella “mano invisible del mercado” capitalista y otros grandes
poderes no políticos, como los lobbies económicos y mediáticos.
Sin hacer
proselitismo, considero una obligación personal remarcar a estos procesos
político-sociales como los responsables del cambio de mentalidad que se
replantea todos los días desde hace casi diez años en los países anteriormente
nombrados, en donde todos los días se siembra una
Latinoamérica unida, un bloque unificado de naciones integradas bajo el afán de
crecer juntas y de ayudarse mutuamente, fortaleciendo las uniones entre países
y cambiando la mentalidad de millones de americanos, que empiezan a borrar las
fronteras geográficas de su concepción del continente, pero que de ninguna
manera tiene como objetivo eliminar a otras culturas, sino reconocer lo propio
y en base a ello relacionarse con otras influencias.
De manera progresiva, el cambio de mentalidad
ofrecido por las políticas progresistas de los nuevos gobiernos
latinoamericanos nos presenta la oportunidad de trascender más allá de la
política, economía y relaciones comerciales. Es la chance de seguir por el
camino del reconocimiento del hermano latinoamericano, del rehacer la
concepción sobre nosotros mismos y la relación con el resto del mundo, no en
una relación de nosotros-ellos en forma de conflicto, sino integrarnos a un
sistema mundial desde nuestra perspectiva, buscando ir más allá del pensamiento
abismal occidental eurocentrico.
Sin dudas los movimientos políticos generados
en esta nueva etapa de Nuestra América implican poner en jaque y cuestionar
aquello que décadas atrás parecía incuestionable, el paradigma de inferioridad
se ve afectado por una corriente contra-hegemónica que invita a pensar
diferente, desde América hacia el mundo, teniendo en cuenta la importancia de
la diversidad, igualdad y justicia social, en una lucha contra obstáculos
poderosos como los temidos holdouts, las críticas internas de los medios más
importantes de cada país (con editorial conservadora) y los sectores que
persiguen intereses diferentes a los de la línea de gobierno (economistas,
ruralistas, etc).
Como ejemplo, según estadísticas oficiales las
políticas sociales implementadas por Brasil desde 2003 (Lula) ayudaron a 36
millones de personas a salir de la zona de pobreza extrema. El poder
adquisitivo aumentó en los demás países anteriormente mencionados, debido a la
redistribución y ayuda estatal de planes dirigidos a los sectores más
vulnerables. Además, se generó conciencia civil sobre los derechos con los que
cuentan cada uno de los habitantes de América, y de a poco los sectores que
durante mucho tiempo fueron invisibilizados por las cúpulas del poder político
hoy son apoyadas por el Estado, no solo económicamente.
En un día tan marcado en los calendarios
americanos como el 12 de octubre, justamente 5 siglos después de los sucesos
que desencadenaron un genocidio sin precedentes, Bolivia elige como presidente
otra vez a Juan Evo Morales Ayma (que ocupa el cargo desde 2005).
El cambio de pensamiento latinoamericano es
notorio, el siglo XXI se esta ocupando de poner cada cosa en su lugar, de ir
poco a poco regresando a los orígenes de estas tierras. Este hombre, un
aborigen comprometido con la realidad social de su país y del mundo, es uno de
los líderes políticos y sociales del principio de siglo en nuestro continente,
con un discurso anti capitalista, socialista, inclusivo y de liberación.
Dictaduras son aquellas de facto, que cometen
el delito de sedición. Evo fue elegido por su gente, por el pueblo boliviano
tan golpeado durante toda su historia que hoy renueva su confianza en uno de
los gobiernos más importantes de los últimos siglos en lo que hoy llamamos
América.
Los números solo
ilustran un cambio en el timón de las mayorías sudamericanas, que sostienen
banderas de igualdad, soberanía, justicia social y desarrollo a favor del
ciudadano, no del sector privado (en contrapartida del neoliberalismo). Por
supuesto que todo trabajo hecho hasta aquí es mejorable, se han cometido muchos
errores y aún hay mucho por hacer, pero sin dudas estas líneas paralelas de
pensamiento y acción permiten pensar en que estos países están
dando pasos cortos pero firmes hacía la emancipación tan fogoneada por los
autores de estas tierras, en pos de una América con amor propio y
reconocimiento de sí misma como capaz de crecer y crear, de ser la verdadera
América, dando lugar a cada uno de los que forman parte del continente. Esta
utopía no parece ser inalcanzable…
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